Jesús y Sebastián nacieron en 2007 y crecieron en una Venezuela en la que el tratamientoestaba garantizado y los hemofílicos podían tener una vida normal. Salvo el casco y las rodilleras que cargaban para proteger sus articulaciones, los morochos jugaban e iban al colegio como cualquier otro niño.
De solo ver la indumentaria, con protección de goma con una dura y brillante cubierta de plástico, cualquiera pensaría que se trataba de dos chicos a los que les gustaba patinar y practicar deportes extremos. A simple vista era difícil imaginar que Jesús y Sebastián tenían un trastorno de la sangre, causado por una deficiencia del factor IX de coagulación, y que una sola cortadita podría desatar una hemorragia.
Cuando los morochos mudaron los dientes, disponían de Ciclokapron para ayudar a la cicatrización de las encías. Cuando los morochos querían jugar, tenían sus profilaxis para prevenir una hemorragia en caso de algún golpe, caída o lesión. Sin embargo, el tratamientopara la hemofilia empezó a fallar a partir de 2015. Dos años después, cuando Jesús David se cayó y se mordió la lengua, hubo que hospitalizarlo por siete días. No había el Factor IX para parar la hemorragia y la hemoglobina le bajó a seis.
Luego del nacimiento de los morochos, Rafael empezó a viajar a Caracas cada cuatro meses para buscar el tratamiento en el Banco Municipal de Sangre. El viaje se volvió rutina hasta 2012, cuando las farmacias del Seguro Social empezaron a distribuir los medicamentos para los pacientes a nivel local. A partir de ese momento, el padre de los morochos comenzó a retirar el factor de coagulación en el Hospital Pastor Oropeza, en su natal Barquisimeto.
En 2016, el suministro del Factor IX volvió a centralizarse en la capital, otra vez a manos del banco de sangre ubicado en el Hospital José María Vargas. La última vez que Rafael recibió el tratamiento para los morochos solo pudo retirar dos dosis, apenas suficiente para cubrir un derrame o un golpe. “Guárdelo para una emergencia”, fue lo último que le dijeron en el centro de salud.
Peregrinar por medicamentos
Esas dos dosis hace rato que Rafael ya las gastó. Las utilizó para tratar la hemartrosis que tiene Sebastián en la rodilla izquierda, una acumulación de sangre en una articulación que se le formó cuando jugaba metras en el colegio. Ya han pasado 10 meses desde entonces, pero la lesión solo empeora mientras que el tratamiento se hace más escaso.
En 2018 Rafael solo ha podido aliviar la enfermedad de sus morochos a punta de donaciones. Consiguió tres dosis en Carora, estado Lara, y otras dos en Barquisimeto, donadas por un paciente hemofílico que migró a Perú. “Me dijo que ya no las iba a necesitar porque allá iba a conseguir su tratamiento”, apunta Rafael.
También recibió otras cuatro dosis “de milagro” y provenientes de Colombia. Un paciente colombiano radicado en Bogotá entregó el Factor IX a un amigo de Rafael que vive en Zipaquirá, cerca de la capital. Con una pequeña cava el hombre viajó en autobús durante 14 horas y anduvo 560 kilómetros hacia el sur hasta San Antonio de Táchira, en la frontera con Venezuela, para llevar el tratamiento de los morochos.
Una cura fuera de las fronteras
Las estadísticas de la crisis de salud son devastadoras. Desde finales de 2016 la Asociación Venezolana para la Hemofilia da cuenta de 33 pacientes fallecidos, de los cuales al menos 12 decesos fueron confirmadas por falta de medicamentos. “Los otros murieron porque tuvieron un accidente o por una emergencia y no pudieron pararles la hemorragia”, explicó Antonia Luque, coordinadora general de la AVH.
Rafael quiere llevarse a sus hijos lejos de esta realidad. Sebastián no mejora y su padre solo piensa en sacarlo por la frontera por Colombia y establecerse en Bogotá para regresarle un pedacito de esa vida normal que los dos morochos dejaron atrás. La hemoglobina del adolescente bajó a 8 en febrero de este año y teme que la sangre acumulada en la rodilla pueda traerle alguna complicación mayor para su salud.
El padre de familia espera que su hijo mejore un poco para emprender la travesía por carretera. Los adolescentes no quieren dejar ni su colegio, ni a sus abuelos, ni a sus amigos, pero se emocionan de solo pensar que podrán hacer una vida normal, volver a jugar fútbol como antes e ir al colegio.
“Yo puedo vivir aquí con todas las limitantes, pero no puedo seguir dándole larga a la salud de mis hijos. Ellos se merecen ir a clases, jugar, tener una mejor calidad de vida. Y en Venezuela no se las puedo dar”, lamenta Rafael.
Fuente: Efecto Cocuyo