JOBURE DE GUAYO, Venezuela — Después de que los vecinos se fueron a hacer sus tareas domésticas, Rafael Pequeño finalmente se quedó a solas con el jefe y abrió la libreta que tenía en su regazo. Los hombres estaban sentados en un palafito, una cabaña de techo de palma construida sobre pilotes en el delta del río Orinoco.
Habían pasado dos años desde la última vez que Pequeño, un enfermero, había visitado esta aldea indígena empobrecida en el este de Venezuela. En su cuaderno tenía un registro de los pacientes que habían participado en un programa de tratamiento del VIH; una iniciativa que, como el resto del sistema de salud pública del país, ha colapsado, relata The New York Times.
De los quince lugareños que formaron parte del programa de tratamiento, cinco habían muerto por el sida, la enfermedad causada por el virus de la inmunodeficiencia humana (VIH). En los últimos años, más de cuarenta residentes de este pueblo murieron de sida o síntomas similares a los que provoca esa enfermedad. Se trata de una localidad con una población aproximada de doscientas personas.
“Estoy muy preocupado”, dijo Pequeño en voz baja, consternado. “Está acabando con esta comunidad”.
En los últimos años, en medio de la profunda escasez de medicamentos que se vive en el país y la ignorancia generalizada, el VIH se ha extendido rápidamente por todo el delta del Orinoco y ha matado a cientos de indígenas warao que viven en asentamientos a lo largo de los canales que serpentean a través de los pantanos y bosques de este paisaje.
Incluso en las mejores circunstancias, sería difícil controlar la propagación de esa enfermedad en esta zona aislada y pobre. Pero, según los especialistas médicos y los líderes comunitarios waraos, el gobierno venezolano ha ignorado el problema dejando sola a la población ante esta grave amenaza para su existencia. Los fallecimientos y la huida de los sobrevivientes ya han destruido al menos a una aldea.
Jacobus H. de Waard, un experto en enfermedades infecciosas de la Universidad Central de Venezuela que durante años ha trabajado y ha viajado con los waraos, dijo que está en juego el futuro de esa cultura ancestral.
“Si no hay intervención, esto va a afectar la existencia de los waraos”, advirtió. “Una parte de la población va a desaparecer”.
La epidemia que afecta a los waraos es una crisis dentro de un colapso, un dramático ejemplo de que Venezuela no logra lidiar con la emergencia del sida aunque en todo el mundo continúan disminuyendo factores como la tasa anual de nuevos infectados con el VIH y las muertes relacionadas con el sida.
En el gobierno del presidente Hugo Chávez, el programa venezolano de prevención y tratamiento del VIH/SIDA era de clase mundial y parecía que la enfermedad estaba controlada. Pero durante la presidencia de Nicolás Maduro, que comenzó en 2013, la economía de Venezuela ha colapsadoocasionando una aguda escasez de medicamentos y pruebas de diagnóstico, lo que ha también causa el éxodo de los mejores médicos del país.
El gobierno incluso ha dejado de distribuir condones de manera gratuita. Algo que, según los activistas, puede ayudar a prevenir la propagación del VIH. El costo de un paquete de profilácticos puede ser equivalente a varios días de salario mínimo.
Los activistas sostienen que la inacción del gobierno resulta especialmente atroz si se recuerda que el presidente Maduro, al igual que su predecesor, se ha proclamado como un protector de los pueblos indígenas de la nación.
“Es una emergencia humanitaria, tenemos que ser muy enfáticos”, insistió Jhonatan Rodríguez, presidente de StopVIH, un grupo de activistas venezolanos.
Rodríguez afirma que, entre los venezolanos más desfavorecidos, están los waraos.“Es una población que ha sido totalmente descuidada”.
Los waraos, el segundo grupo indígena más grande de Venezuela, han vivido durante muchos siglos en el delta donde las aguas fangosas del río Orinoco se funden con el océano Atlántico.
Con una población de 30.000 habitantes, esta etnia se distribuye ahora en cientos de asentamientos empobrecidos llenos de palafitos construidos en el borde de los arroyos y ríos de la región.
Es difícil llegar a esa zona. No hay carreteras y los viajes están restringidos a embarcaciones, principalmente piraguas. No hay líneas telefónicas fijas y en casi toda la región no hay señal de celular. Solo las aldeas más grandes tienen electricidad, aunque generalmente solo por la noche, y los generadores que la proporcionan a menudo se quedan sin combustible o se dañan.
Viajar a Tucupita, la capital del estado, puede tomar varias horas en lanchas de alta velocidad, pero una mafia controla la distribución de combustible en la región, lo que eleva los costos de la gasolina más allá del alcance de casi todos los residentes. Los piratas del río dificultan aún más el acceso al delta.
El VIH fue detectado por primera vez entre los waraos en 2007 y se cree que fue introducido por un migrante que regresó a su comunidad, uno de los muchos jóvenes de la etnia que buscaron trabajo en ciudades lejanas como limpiadores de casas, guardias de seguridad, vendedores ambulantes o en la prostitución.
Un estudio publicado en 2013 advirtió sobre una epidemia creciente. La investigación reveló que casi el 10% de los adultos que vivían en ocho aldeas de la etnia dieron positivo en las pruebas de VIH; un dato que, según los investigadores, constituye “una alta prevalencia dramática”. En una comunidad, alrededor del 35% de las personas examinadas resultaron VIH positivo. En comparación, la prevalencia del VIH entre la población adulta en América del Sur y Central fue de apenas 5%.
El uso de los medicamentos, cuando llegan a la zona, es deficiente, dijo Pequeño. Los pacientes abandonan su tratamiento porque les produce náuseas o porque comienzan a sentirse mejor.
Y, sin tratamiento, muchos waraos han buscado soluciones en la medicina tradicional, lo que ha convertido en una figura clave al wisidatu, un sanador chamánico de esa etnia. La enfermedad, según creen muchos indígenas, es el resultado de la brujería.
Un reportaje del diario The New York Times