San Casimiro, Venezuela — Apenas a sus 17 meses, Kenyerber Aquino Merchán murió de hambre.
Su padre salió de la morgue del hospital antes de la madrugada para llevarlo de regreso a casa. Cargó al bebé esquelético a la cocina y se lo entregó a un trabajador funerario que hace visitas a domicilio para las familias venezolanas que no tienen dinero para realizar un funeral.
Se podían ver claramente la espina dorsal y las costillas de Kenyerber mientras le inyectaban los químicos de embalsamar. Las tías intentaban mantener alejados a los primitos curiosos. Sus familiares llegaron con flores y reutilizaron cajas de alimentos que reparte el gobierno a través de los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP), de las que dependen cada vez más los venezolanos ante la escasez de comida y los precios altísimos, para recortar dos pequeñas alas de cartón. Las pusieron cuidadosamente encima del ataúd de Kenyerber, una práctica común entre los venezolanos, para que su alma pueda alcanzar el cielo.
En cuanto el cuerpo de Kenyerber quedó listo para que lo vieran comenzó el llanto incontrolable de su padre, Carlos Aquino, un trabajador de construcción de 32 años. “¿Cómo puede ser esto?”, decía entre sollozos mientras abrazaba el ataúd y hablaba con voz suave, como si pudiera reconfortar a su hijo en la muerte. “Tu papá ya nunca te va a ver”.
El hambre ha acechado a Venezuela durante años. Pero ahora, según médicos en los hospitales públicos, está cobrando una cantidad alarmante de vidas de menores de edad.
La economía comenzó a colapsar en 2014. Las protestas y disturbios por la falta de alimentos, las filas insoportablemente largas para conseguir suministros básicos, los soldados apostados afuera de las panaderías y las multitudes enfurecidas que saquean las tiendas han cimbrado varias ciudades.
Sin embargo, las cifras de muertes por desnutrición continúan siendo un secreto bien guardado por el gobierno venezolano. Durante una investigación de cinco meses de The New York Times, los doctores en veintiún hospitales públicos de diecisiete estados del país dijeron que sus salas de emergencia están atiborradas de menores con desnutrición severa.
“Los niños están llegando con unas condiciones muy precarias de desnutrición”, dijo el doctor Huníades Urbina Medina, presidente de la Sociedad Venezolana de Puericultura y Pediatría. Añadió que los médicos incluso están viendo cuadros de desnutrición tan extrema como la que llega a presentarse en campos de refugiados; casos que, dijo, eran extremadamente raros antes del colapso económico del país.
Para muchas familias de escasos recursos, la crisis ha sacudido por completo su panorama. Padres como los de Kenyerber pasan días sin comer y, a veces, terminan pesando lo mismo que un niño. Hay mujeres que hacen fila afuera de clínicas de esterilización para evitar embarazarse de bebés a los que no van a poder alimentar. Niños pequeños dejan sus hogares y se unen a pandillas que escarban por doquier en busca de alimentos: sus cuerpos tienen cicatrices por las peleas a cuchillo contra sus rivales. Adultos en multitudes revuelven la basura de los restaurantes después de que estos cierran. Muchos bebés mueren porque es difícil encontrar –o poder costear– la fórmula para el tetero, incluso en salas de emergencia.
“Hay veces que se te muere en las manos por deshidratación”, dijo la doctora Milagros Hernández en la sala de emergencias de un hospital infantil en la ciudad de Barquisimeto. El hospital, señaló Hernández, vio un aumento pronunciado de personas con desnutrición hacia el final de 2016.
“Pero 2017 ha sido un incremento terrible de pacientes desnutridos”, dijo. “De niños que te llegan lactantes y tienen el peso y talla de un recién nacido”.
Antes de que la economía venezolana comenzara a desplomarse, casi todos los casos de desnutrición infantil en hospitales públicos se debían a negligencia o abuso parental. Pero entre 2015 y 2016, conforme se intensificó la crisis, se triplicaron los casos de desnutrición infantil severa en los centros médicos de la capital, según los doctores. Este año podría ser aun peor.
En muchos países la desnutrición a estos niveles sería “por cualquier causa si hay una guerra, una sequía, alguna catástrofe o un terremoto”, dijo la doctora Ingrid Soto de Sanabria, jefa del Servicio de Nutrición, Crecimiento y Desarrollo del Hospital de Niños J. M. de los Ríos. “Pero en nuestro país está directamente relacionada con la escasez y la inflación”.
El gobierno venezolano ha intentado encubrir la gravedad de la crisis y ya prácticamente no emite estadísticas de salud. Esto genera un clima en el que los doctores a veces temen registrar casos y muertes ligados a los fracasos de la política pública.
Pero las estadísticas que hay son impactantes. En el reporte anual de 2015 del Ministerio del Poder Popular para la Salud se reportó un aumento de cien veces en la tasa de mortandad de niños menores de cuatro semanas: de 0,02 por ciento en 2012 a poco más de 2 por ciento. La tasa de mortalidad materna aumentó casi cinco veces durante el mismo periodo.
Por casi dos años el gobierno no publicó ningún boletín epidemiológico con estadísticas como la mortandad infantil. Hasta que, en abril de este año, apareció de repente un enlace en el sitio web oficial del ministerio con todos los boletines no publicados. Mostraban que 11.446 niños menores de un año habían muerto en 2016: un aumento de 30 por ciento en solo doce meses, ante la aceleración de la crisis.
Los nuevos hallazgos atrajeron la atención de medios nacionales e internacionales antes de que el gobierno declarara que el sitio web había sido atacado y quitara los boletines. La ministra de Salud fue destituida y se puso al ejército a cargo de monitorear los boletines; ninguno se ha publicado desde entonces.
La desnutrición también enfrenta censura dentro de los hospitales: muchos doctores reciben advertencias de no registrarla en los antecedentes médicos de los niños.
“En algunos hospitales oficiales se ha prohibido el diagnóstico de desnutrición en las historias clínicas”, dijo el Urbina.
Médicos entrevistados por The New York Times en nueve de los veintiún hospitales dijeron que sí llevaban un conteo. En el último año, dijeron, habían registrado 2800 casos de desnutrición infantil y alrededor de 400 de los menores que llegaron famélicos murieron.
“Nunca en mi vida he visto tantos niños con hambre”, dijo la doctora Livia Machado, pediatra de práctica privada que da consultas gratuitas a niños que han sido hospitalizados en el sanatorio Domingo Luciani, en Caracas.
Ese hospital es de los pocos que todavía acepta ingresar a infantes desnutridos para tratamiento. Otros hospitales los rechazan y les dicen a los padres que no tienen suficientes camillas o suministros para tratar a los bebés. Casi todos los hospitales venezolanos reportan escasez de insumos básicos, como leche de fórmula.
El presidente Nicolás Maduro ha reconocido que algunas personas pasan hambre en Venezuela, pero ha rechazado recibir ayuda internacional pues dice que la crisis es causada por una “guerra económica” impulsada por empresarios y fuerzas extranjeras como Estados Unidos.
Venezuela tiene las mayores reservas comprobadas de petróleo en todo el mundo. Sin embargo, muchos economistas afirman que años de mal manejo de la política económica han resultado en el desastre actual. El daño no era evidente cuando los precios internacionales del petróleo eran altos. Pero a finales de 2014 comenzó a caer el precio del barril y la escasez y los precios de alimentos se dispararon. El Fondo Monetario Internacional advirtió en octubre que la inflación podría superar el 2300 por ciento el próximo año.
El Ministerio para la Salud y el Instituto Nacional de Nutrición venezolano no respondieron a solicitudes de entrevista ni de comentario sobre reportes oficiales de salud con estadísticas sobre desnutrición. Pero la oposición, que controla la Asamblea Nacional que fue despojada del poder, continuamente alerta sobre la situación.
“Tenemos un pueblo que se está muriendo de hambre”, dijo en noviembre Luis Florido, asambleísta que dirige la comisión de relaciones exteriores. Dijo que la crisis alimentaria en el país era una “emergencia humanitaria” que viven “todos los venezolanos”.
‘Tantos tantos niños’
Kenyerber nació sano y pesaba casi 3 kilogramos. Pero a su madre, María Carolina Merchán, de 29 años, le picó un mosquito y se contagió del virus del Zika cuando el bebé tenía tres meses. Tuvo que ser hospitalizada y los doctores le dijeron que no podía amamantar.
La familia no podía encontrar o pagar el alimento para el bebé y tuvieron que improvisar con lo que tenían al alcance: teteros de crema de arroz o de harina de maíz mezclada con leche entera. Eso no le daba a Kenyerber los nutrientes necesarios.
A los 9 meses su padre lo encontró inmóvil en su cama, con la nariz ensangrentada. Corrió a la sala de emergencia pediátrica del hospital Domingo Luciani, donde pacientes y camillas atiborran los pasillos junto a soldados patrullando.
Kleiver Enrique Hernández, de 3 meses, estaba recibiendo tratamiento cerca de donde fue internado Kenyerber. Él también nació saludable –3,6 kilogramos– pero su madre, Kelly Hernández, tampoco lo podía amamantar. Lo mismo: Hernández y su novio, César González, buscaron sin tregua, pero no pudieron encontrar fórmula.
En una búsqueda en línea del inventario de Locatel, una de las cadenas de farmacias más grande de Venezuela, el Times encontró que solamente una de sus 64 tiendas en todo el país tenía la fórmula para bebés que los doctores le recetaron a Kleiver.
Y es poco probable que Kelly y César siquiera hubieran podido pagarla. La hiperinflación ha diezmado los salarios que se pagan en bolívares en comparación con lo que valían hace dos años. Un surtido para un mes de la fórmula que necesitaba Kleiver costaba dos veces más que el sueldo mensual de González, un trabajador agrícola.
La escasez de fórmula también afecta a los hospitales. Doctores en la sala de emergencia del Domingo Luciani dijeron que no tenían abasto para alimentar a pacientes como Kenyerber y Kleiver. La Encuesta Nacional de Hospitales 2016 halló que el 96 por ciento de los hospitales venezolanos reportaron no tener la cantidad de fórmula que necesitaban para atender a los pacientes. Más de 63 por ciento reportó que no tenía fórmula, punto.
Con tan pocas opciones, la madre de Kleiver preparó teteros con almidón de arroz y agua, a veces con leche entera si la podían encontrar. No era suficiente.
Los padres de Kleiver lo habían llevado a tres salas de emergencia, pero los hospitales estaban repletos. “Estaba desesperada viendo cómo tantos tantos niños estaban en la misma situación”, dijo Hernández.
Cuando los ingresaron al Domingo Luciani fue un gran alivio. Pero pronto comenzaron a ver un flujo constante de padres que llegaban con sus bebés desnutridos y terminaban yéndose en llanto: “¡Mi hijo está muerto!”.
Esperaron con ansias a que la condición de Kleiver mejorara; dormían en una silla junto a su cama o en un patio afuera, siempre pendientes por si el doctor les recetaba algo.
Después de pasar veinte días en el hospital, terminaron por sumarse a esas familias a las que habían visto salir horrorizadas. Un equipo de doctores trabajó durante horas para ayudar a Kleiver, llenándolo sin querer de sangre y moretones conforme trabajaban para intubarlo. Parecía que su cuerpo sin vida había recibido una golpiza para cuando los doctores aceptaron que no iban a poder salvarlo.
Más de cien amigos y allegados fueron al velorio en la casa de la familia de Kleiver, que duró toda la noche. Sus tías y primos colgaron carteles decorados con mensajes y caricaturas hechas a mano. Kleiver yacía debajo, en un pequeño ataúd blanco, con las alas de papel.
Apenas tres meses antes la familia había hecho carteles con mensajes y caricaturas hechas a mano y las había colgado en la pared, para celebrar el nacimiento. Uno de esos carteles, en forma de un globo, todavía estaba encima de su cama durante el velorio.
“Bienvenido, Kleiver Enrique, te quiero mucho”, decía.
Cuando salió el sol el vecindario realizó una procesión hasta el cementerio. Hernández colapsó cerca de una tumba cercana; no podía dejar de llorar. Se sentía culpable de no haber podido amamantar a su hijo ni de encontrar la fórmula láctea y no dejaba de decir: “¿Soy mala madre? Por favor, ¡dímelo!”.
Impotencia e indignación
La doctora Milagros Hernández entró corriendo a la sala de emergencia del hospital donde trabaja en Barquisimeto gritando: “Voy con un bebé de 18 meses. Le dieron té de anís, leche de vaca y lo amamantaba una vecina. ¡Está malo!”.
Los doctores y enfermeros en el Hospital Universitario de Pediatría Agustín Zubillaga trabajaron rápidamente para evaluar al bebé, Esteban Granadillo. Pesaba 2 kilogramos y se veía asustado.
“Dígame lo que le dio de comer”, le preguntó la doctora Hernández a la tía abuela, María Peraza, quien lo había llevado al hospital. “A ese niño se le destrozó el estómago y posiblemente hasta el hígado”.
Cuatro de las doce camas de la sala de emergencia estaban ocupadas por niños desnutridos ese día de agosto. Los doctores dijeron que había llegado un caso de desnutrición prácticamente cada día, algo que no sucedía hasta hace dos años cuando se agravó la crisis.
Pero solo había una fracción de los medicamentos necesarios. El entonces director del hospital, el doctor Jorge Gaiti, dijo que había solicitado en junio 193 medicamentos que requerían a la agencia gubernamental responsable de distribuirlos a los hospitales públicos. Solo cuatro de los 193 fueron entregados, de acuerdo con los reportes en la computadora de Gaiti. El hospital no cuenta siquiera con suministros básicos como jabón, jeringas, gasas, pañales o guantes de látex.
Los enfermeros les dan a los pacientes listas con objetos que deben buscar en farmacias o comprar de vendedores del mercado negro, o bachaqueros, que se encuentran cerca del hospital y venden suministros médicos difíciles de encontrar a precios exorbitantes.
Hernández estaba indignada y se sentía impotente como doctora al ver morir innecesariamente a esos niños en su sala de emergencias: “Es injusto”.
La madre de Esteban, según dijo la tía abuela, era soltera, tenía una discapacidad y no podía amamantarlo. Desesperados, los familiares le pidieron a una vecina con un infante que ayudara. La familia también le dio teteros de leche de vaca o agua con camomila y anís para llenarle el estómago.
“No conseguimos leche en ninguna parte. En vista de que no se nos muriera el niño tuvimos que hacer eso”, dijo Peraza, la tía abuela, al reconocer que sabía que era posible que el bebé tuviera problemas por ello. “Sí, hicimos algo malo, pero yo digo que si no hubiéramos hecho eso el niño hubiera muerto”.
Peraza se quedó en el hospital junto a la incubadora de Esteban durante días, acariciando su estómago mientras le susurraba. Durante semanas, el bebé salió y reingresó del hospital. Murió el 8 de octubre.
Tres pisos más arriba en el hospital, los pediatras examinaban a una bebé de un mes, Rusneidy Rodríguez, una semana después de que fue admitida por desnutrición severa. Su madre, hospitalizada con una infección, no había podido amamantarla. Como en el caso de Esteban, sus familiares no pudieron encontrar fórmula y prepararon teteros con lo que pudieron: leche entera, crema de arroz o agua mezclada con cebada.
La sala de emergencia estaba desbordada; había camillas en los pasillos. A veces, el hospital tenía que poner a dos pacientes en una sola cama.
En la incubadora al lado de Esteban, una niña de cinco meses, Dayferlin Aguilar, estaba batallando por mantener abiertos sus ojos y sonreírle a su mamá, Albiannys Castillo.
Albiannys había llevado a Dayferlin al hospital cuando la niña estaba muy débil: de repente quedaba inconsciente y tenía una diarrea incontrolable. Los doctores la diagnosticaron con desnutrición y deshidratación.
Castillo no podía producir leche así que tenía que llegar a la una de la mañana a hacer cola afuera de las farmacias para esperar a que abrieran y tratar de encontrar fórmula. Casi nunca tenían o ya se les había acabado para cuando ella llegaba al frente de la fila.
“Hija, aquí está contigo tu mamá, que te quiere”, le decía a Dayferlin cuando la bebé lograba abrir los ojos.
Murió tres días después de ser internada en el hospital. La enterraron con unas alas de color fucsia hechas de papel, con bordes turquesas, y con una corona que combinaba.
Escarbando en la basura
Orianna Caraballo, de 29 años, esperó en la fila durante horas con sus tres hijos –Brayner, de 8 años; Rayman, de 6, y Sofía, de 22 meses– para ingresar a un comedor comunitario organizado por una iglesia católica en Los Teques. No habían comido nada en tres días.
Antes de la crisis, Caraballo le daba de comer a sus hijos gracias a su trabajo en un restaurante. Ahora llora mientras le da una cucharada de sopa a Sofía y cuenta cómo sus hijos fueron quienes detuvieron su intento de suicidio.
No podía vivir viendo cómo sus hijos estaban famélicos. Dice que los llevó afuera de la casa, mientras Sofía dormía, y volvió a entrar ella sola antes de cerrar la puerta. Luego Caraballo colgó un cable y se lo amarró al cuello. Cuando estaba a punto de colgarse escuchó llorar a su hija.
“Algo me decía: ‘Hazlo, hazlo, hazlo’”, recordó. “Y luego en otro oído me decía: ‘No lo hagas, no lo hagas; mira a tus hijos’”. Su hijo la llamó y le pidió que abriera la puerta. Se sintió culpable y decidió no colgarse.
Su hijo mayor se ha desmayado varias veces en la escuela por no haber desayunado ni cenado el día antes. Llora cada noche porque tiene hambre y, a los 8 años, le ruega a su madre que lo deje trabajar para poder comprar comida para la familia.
Un informe reciente de las Naciones Unidas y la Organización Panamericana de la Salud encontró que 1,3 millones de personas que antes podían alimentarse en Venezuela no han podido encontrar la comida necesaria desde que se desató la crisis hace tres años.
En comedores comunitarios que visitó el Times, muchos padres que habían llevado a sus hijos tenían empleos de tiempo completo. Pero la hiperinflación había destruido sus sueldos y había acabado con ahorros. Una encuesta hecha en 2016 por tres universidades concluyó que había inseguridad alimentaria en nueve de cada diez hogares venezolanos.
Caritas, una organización de ayuda católica, ha estado pesando y midiendo a grupos de niños menores de 5 años en comunidades pobres en varios estados a lo largo del último año. El 45 por ciento de esos menores presentan algún tipo de desnutrición, según su estudio.
Muchas familias buscan comida en las calles o en basureros. Solo algunos son indigentes y la mayoría dijo que no habían tenido problema en conseguir alimentos antes de la crisis.
En Morón, decenas de personas estaban hasta las rodillas en un basurero en busca de comida y objetos reciclables que pudieran vender. El cercano Puerto Cabello, alguna vez el impulsor de la economía local, ahora luce prácticamente vacío.
En el basurero, muchas personasdijeron que antes trabajaban en el puerto, pero que ahora estaban desesperados por encontrar comida para sus familiares, después de que sus empleos desaparecieron cuando se redujo el tráfico portuario. Varias madres dijeron que nunca imaginaron que tendrían que alimentar a sus familias con lo que conseguían en la basura.
También cada vez más familias mandan a sus hijos a pedir comida en las calles o a trabajar para conseguir alimentos. Algunos nunca regresan.
La calle o el bisturí
Dos hermanos caraqueños, José Luis y Luis Armas, de 11 y 9 años, respectivamente, dicen que huyeron de su casa porque apenas había suficiente comida. Ahora viven en las calles con otros niños que forman pandillas y se pelean con cuchillos para defender o aumentar los territorios en los que mendigan o buscan entre la basura.
Han matado a varios de sus amigos, según dijeron los hermanos Armas. Luis se levantó la camisa para mostrar una cicatriz que cruzaba todo su abdomen: fue lo que quedó de un ataque con un machete de un miembro de otra pandilla. Casi muere, aseguró Luis.
Los hermanos dicen que prefieren vivir en las calles pese al peligro porque así comen mejor que en sus casas. Pasan sus días mendigando, en busca de comida tirada y de reciclables; se bañan en fuentes públicas y guardan sus pertenencias en árboles y alcantarillas mientras buscan escaparse de la policía y otras pandillas.
Nelson Villasmil, un trabajador social del gobierno de la capital, dijo que antes de la crisis la mayoría de los niños de la calle vivían ahí por negligencia o abuso por parte de sus padres. Pero ahora cuando los entrevista le dicen que dejaron sus hogares porque no había comida.
“Lo que no encuentran en su casa lo consiguen en la calle”, dijo Villasmil.
Hace tres meses, Yail Fonseca, de 13 años, dijo que dejó su hogar en Los Valles del Tuy para buscar comida en Caracas.
“Me fui de mi casa porque la cosa está dura”, dijo. “Ya ni comíamos bien”.
Afirma que come mejor en las calles de la capital. Duerme debajo de un voladizo en un parque de patinaje junto con otros adultos y niños sin casa, con los que despierta a las seis de la mañana para buscar comida en la basura o para pedírsela a los restaurantes locales.
En las tardes practica a pelearse con palos con otros integrantes de su pandilla para ser más ágiles cuando tengan peleas a cuchillo con rivales. El líder les exige que practiquen por lo menos media hora cada día.
Ese líder, un adulto que no quiso revelar su nombre, dijo que tenían un código: si alguien es atacado por solo un integrante de otra pandilla debe protegerse solo, incluso hasta la muerte, sin importar su edad. El resto del grupo se meterá solo si un integrante es atacado por varios rivales a la vez. El líder dijo que cuatro miembros de su pandilla fueron acuchillados a muerte en los últimos meses. Varios de los niños que lo rodeaban se levantaron la camisa para mostrar cicatrices.
A veces, el Estado se involucra y saca a menores de edad de hogares en los que hay hambre crítica. Después de que dos de sus hijos fallecieron por complicaciones de la desnutrición, Nerio José Parra y Abigail Torres perdieron a otros tres: se los llevaron trabajadores sociales.
Su hija de siete meses, Nerianyelis, murió en septiembre de 2016 cuando la familia no pudo encontrar leche de fórmula, dijeron Parra y Torres. Parra tenía un trabajo de tiempo completo en una empresa que hace etiquetas, pero la pareja dijo que solo podía darle de comer a sus hijos una vez al día. La mañana que falleció Nerianyelis estaba muy callada y delgada. Los padres dijeron que la llevaron al hospital, pero que no ayudó.
Abigail recordó que estaba tan desconsolada que no dejaba que nadie se llevara el cuerpo de su hija. Tuvo que intervenir el equipo de seguridad del hospital y separarlas a la fuerza.
El 1 de diciembre murió Neomar, su hijo de 5 años, por desnutrición, deshidratación y otros problemas, según el trabajador social de ese caso.
Después de que falleció Neomar, los servicios sociales se llevaron a los tres hijos que quedaban y los pusieron en casas hogar. Ahora la pareja visita a sus hijos ahí y a los fallecidos en el cementerio.
El peso de criar hijos en Venezuela es tal en estos momentos que muchas mujeres prefieren esterilizarse. Un sábado de julio, poco después de que saliera el sol, un grupo de mujeres jóvenes vestidas con batas quirúrgicas esperaban para someterse al procedimiento durante un evento gratuito del hospital público José Gregorio, ubicado en Caracas.
El hospital dice que ha esterilizado a más de 300 mujeres. Ese sábado las veintiuna mujeres formadas para la operación, de entre 25 y 32 años, dijeron que ya tenían hijos y querían esterilizarse por la crisis económica. Cada una temía embarazarse de nuevo por la escasez de pañales, fórmula, leche y medicinas.
La crisis también ha resultado en una escasez severa de pastillas anticonceptivas y condones. Muchas de las madres en el evento de esterilización dijeron que sus embarazos más recientes no habían sido ni planeados ni deseados, pero que no tenían acceso a métodos anticonceptivos confiables.
Eddy Farías, estilista de 25 años, dijo que estaba nerviosa por la operación pero que su decisión era inamovible. Dijo que su sueldo en el salón, un empleo de tiempo completo, no era suficiente para criar como madre soltera a sus cinco hijos.
“Es fuerte ser mamá”, dijo. “Si un niño se te enferma tienes que recorrer y recorrer los hospitales”, añadió. “Es una guerra de sobrevivencia en el día a día”.
Después de la operación dijo que, más allá del dolor por el corte en su abdomen, se sentía aliviada.
“Otra vez embarazada, eso sería ir otra vez a la guerra por los pañales”, dijo. “Es la guerra porque un paquete lo compras o bachaqueado”, añadió en referencia al mercado negro, “o tienes que madrugar haciendo colas aquí y colas allá, y que se cuela la gente”.
“Es una guerra con la comida, con los pañales, con todas las cosas personales de un niño”.
Sin comer para que sus hijos puedan hacerlo
Seis semanas después de que recortaran las alas de ángel de las cajas de CLAP para Kenyerber, su familia todavía luchaba con el hambre.
Su madre, María Carolina Merchán, dijo que ya solo pesaba 29 kilogramos porque se saltaba comidas para que sus otros cuatro hijos tuvieran algo más en el plato. Los trabajadores sociales dijeron que estaba muy desnutrida, al igual que su madre, la abuela de Kenyerber, y su hija de 6 años, Marianyerlis. La familia ha llegado a pasar hasta cinco días sin ingerir algo más que agua.
Marianyerlis sigue a Merchán por horas mientras llora, rogándole que le dé comida. Merchán se queda viendo hacia el piso mientras la niña solloza.
“Mamá, ¡tengo hambre!”, le dice.
Pesa entre 9 y 13 kilos según cuánto llega a comer. De acuerdo con los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades estadounidenses (CDC, por su sigla en inglés), las niñas de 6 años que pesan menos de 18 kilogramos están en el percentil más bajo del promedio de crecimiento infantil. Marianyerlis recientemente se desmayó tras no haber comido durante días.
La familia vive con otros parientes en un edificio de vivienda pública abandonado que no tiene agua potable ni tuberías, y cuya electricidad funciona con cableado improvisado. No es cómodo, pero su ingreso debe destinarse por completo a la comida.
Los retratos de los niños cuando eran bebés, entre los bienes más preciados de la familia, adornan la pared. El único alimento en toda la casa es una bolsa de sal y un limón.
“Esto es una pesadilla”, dijo la hermana de Merchán, Andreína del Valle Merchán, de 25 años, al describir cómo los niños empiezan a vomitar, sudar frío y aletargarse después de días de no haber comido. Su propia hija de 5 años ha perdido casi 5 kilogramos en lo que va del año y ahora solo pesa unos 7,5 kilogramos.
Se prevé que el sufrimiento de las familias venezolanas empeore en 2018. Más allá de la previsión del Fondo Monetario Internacional respecto a la inflación, los observadores están preocupados de que el gobierno seguirá rechazando recibir ayuda por cuestiones políticas.
“Es que si aceptan la ayuda, aceptan que aquí hay una crisis humanitaria y como Estado reconoces que tu población es vulnerable y, por lo tanto, tu política no sirvió”, dijo Susana Raffalli, especialista en emergencias alimentarias que trabaja como consultora para Caritas en Venezuela (si quieres ayudar a los niños venezolanos con malnutrición, puedes hacerlo aquí).
Según los críticos, el gobierno ha utilizado la comida como una manera de mantenerse en el poder. Antes de las elecciones más recientes, la gente que habitaba en vivienda pública dijo que los visitaron representantes de los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP) –los grupos que organizan la entrega de las cajas de alimentos provistas por el gobierno– y que los amenazaron con cortarles el suministro si no respaldaban al chavismo en las urnas.
Los familiares de Kenyerber no creen que vaya a mejorar la crisis económica. Temen que otro de los niños vaya a morir. “Lo pienso día y noche y es lo que más me preocupa”, dijo Andreína.
Fuente: The New York Times